domingo, 3 de julio de 2011

Crónica del Congo: Capítulo 6

“La muerte tenía un precio”.

Al atardecer decidí llamar por teléfono a España. Como estábamos en un pueblo en mitad de la jungla, no teníamos cobertura, así es que Vianney se vino conmigo en la moto a una zona montañosa donde los lugareños iban a telefonear, aunque distaba unos 15 km.

Cuando estaba hablando por teléfono, aparecieron dos militares, fusiles en mano. Uno de ellos, apuntándome, me quitó el teléfono. Me di cuenta, por el trato y la manera de hablar, que estaban borrachos. No paraban de decir tonterías y me acusaban de estar hablando en inglés y ser un espía americano, así que el que llevaba la voz cantante, que decía que era teniente, me dijo que me iba a pegar un tiro allí mismo por ser blanco y espía americano que iba a robar oro y diamantes al Congo.

Yo sabía que España vende munición en África así es que pensé: “sería paradójico que me mataran en el Congo con una bala española, a todas todas si me han de matar prefiero una bala española a una foránea, donde se ponga lo nuestro... y desde un punto de vista patriótico todo quedaría en casa y además colaboro al desarrollo armamentístico de España”.

Como sólo habíamos salido a llamar por teléfono, no llevaba papeles de ninguna clase y tampoco dinero. Me registraron y no encontraron nada, creo que si llegan a encontrar dinero nos huebiran robado y matado para no dejar testigos. Vianney pensaba que eran rebeldes mai-mai por lo que se puso muy nervioso, yo soy más estoico y ya había aceptado mi destino además me había hecho un seguro de vida antes de salir con lo que la consulta de Granada la dejaba bastante rica. Nos quitaron el teléfono. A Vianney por suerte, tampoco le encontraron dinero.

Vianney, la verdad, es que salvó mi vida y la suya, llegó incluso a suplicarles de rodillas que no nos mataran, y les prometió 5 dólares si venían con nosotros al pueblo donde estábamos trabajando. Aunque querían llevarnos en dirección contraria a donde teníamos que ir, con tal de conseguir el dinero, accedieron. Yo no supliqué lo más mínimo, no porque no fuera capaz de hacerlo, pues puedo ser tan cobarde como el que más, sino porque no pensé que tuviera la más mínima utilidad.

Íbamos delante en la moto y ellos detrás vigilándonos. Vianney me dijo en el camino, que habían mordido el anzuelo y que cuando llegáramos al pueblo se les iba a caer el pelo.

Al llegar, los militares no cesaban de apuntarme, era su presa. Vianney se dirigió directamente a la casa del Alcalde y les dio los 5 dolares. El alcalde que era una persona muy amable, les dijo a los militares que estaban equivocados, que yo era un doctor, y que en el pueblo estaban todos muy agradecidos conmigo, ya que había tratado a todo el mundo gratis, pero ellos no cesaban de pedirme los papeles. Vianney salió corriendo con la moto hacia el hospital a recoger mis papeles.

Cuando José Antonio vio a Vianney tan nervioso y sin mí, también se puso nervioso, preguntó que pasaba, Vianney le dijo que nada, para que no se preocupara, y José Antonio se preocupó más.

Mientras tanto, yo permanecía con los dos militares. El alcalde y otras autoridades comenzaron a llegar, el alcalde dijo que iba a avisar al comandante de los militares, pues resultó que no eran mai-mai sino soldados, empezaron a ponerse nerviosos y dijeron de irse. Cuando salieron le dije al alcalde que se llevaban mi teléfono y el de Vianney, así es que salió y recuperó los teléfonos, pero se llevaron la cartera de Vianney con todos sus documentos y los cinco dólares.

Cuando llegue al hospital José Antonio estaba negro y tanto era así que se había mimetizado con el entorno y a primera vista, no logré distinguirlo de los demas, que como es sabido, son todos negros.

Al poco, vino el alcalde a decirme que no me preocupara, que había avisado al comandante y una patrulla de soldados había salido en persecución de los dos militares, pensé que en la jungla y de noche no podrían encontrarlos, quince minutos después vino un militar con la cartera de Vianney (sólo faltaban los 5 dólares), ya los habían atrapado. El alcalde me dijo que ya los tenían en el calabozo.

Al día siguiente cuando estaba en mi trabajo vino el comandante a decirme que serían expulsados del ejército y que irían a la cárcel (lo cual me parecía una medida muy acertada). Me dijo que le acompañara y me llevaron a la casa del enfermero.

En la puerta estaban los dos soldados que me habían apresado, sin uniforme y sin botas, rodeados de bastantes soldados que los estaban vigilando y que allí mismo quemaron el uniforme y las botas de los dos, el alcalde dijo que antes de llevarlos a la cárcel había que disciplinarlos y allí mismo delante de nosotros los disciplinaron -el lector sabrá perdonar que no entre en detalles, ya que prometí no contar nada al respecto y soy hombre de palabra-, y sinceramente, creo que a partir de ahora tendrán alergia a los blancos. No deseo para nadie una resaca como esa, después de una borrachera.

Y ya iban tres veces que estuve en peligro en este viaje, no cumpliéndose lo de que a la tercera va la vencida (ángel de la guarda dimitiendo, demasiado estrés).

El mulo que me lleva
es del amo
y se viene conmigo
cuando lo llamo
porque juntos suamos
cargando el trigo,
y por la noche
al dar de mano
duerme el mulo en la cuadra
y yo en el grano.
Letra de una canción de cante jondo, la canta el Cabrero.

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